Los deseos de un mundo mejor

En medio de la pandemia, surgen por todas partes las aspiraciones a un mundo mejor, cuando pase lo que se vive como una crisis sin precedentes que va más allá de un tema de salud. Por doquier surgen las elucubraciones que, cuando se salga del encierro y vuelva la normalidad, habrá una especie de nuevo mundo en el que, por haberse evidenciado descaradamente en estos días, el neoliberalismo retrocederá, se hará «otra cosa» más humana, menos expoliadora, más sensible ante las grandes disparidades sociales que ha creado o profundizado.

Es importante esta dimensión ideológica de la crisis, porque de alguna forma renueva esa capacidad humana de imaginarse el futuro positivamente y, de alguna forma, reverdecer la tan alicaída actitud utópica que con tanta frecuencia ha venido siendo sustituida por la distopía en nuestra época.

Pero, recuérdese que en torno al tema de la utopía ya hemos tenido en la cultura occidental discusiones y puntualizaciones importantes que tal vez no debemos perder de vista ahora. Puede ser que la más importante es la que, en el siglo XIX, le dio un carácter «científico» a la utopía, al retomar una tradición que la asociaba al socialismo, pero de una forma ingenua, es decir, más como un deseo expresado como imaginación desbordada del futuro, pero sin tomar en cuenta el desarrollo real de la sociedad desde la que se pensaba e imaginaba.

Volver científico el ejercicio de pensar el futuro utópicamente implicó poner atención en los hechos del presente, su dinámica y sus tendencias más importantes, para poder plantearse escenarios realistas que, no por serlos, dejan de descubrir las posibilidades de cimentar un mundo mejor.

Tomar en cuenta este tipo de experiencias teóricas por las que ya hemos atravesado, seguramente nos ofrece herramientas para pensar nuestro cercano futuro postpandémico, para que estas utopías, que nacen en y desde el encierro, no pequen de ingenuas o desprendidas de la realidad de la que provenimos, que seguimos viviendo y cuyas características definitorias, aparentemente, siguen marcando el rumbo de los acontecimientos.

La primera de estas características es el dominio que sigue ejerciendo el capital en el enfrentamiento de la crisis en la que estamos inmersos, que se expresa fenomenológicamente diversa pero esencialmente única, salvaguardando los intereses empresariales privados frente a los de los trabajadores. Esto quiere decir que la crisis es gestionada no solo para mantener el estado de cosas existente sino, lo que es peor, para profundizarlo, dando la razón a quienes ya han teorizado sobre esto basándose en el análisis de situaciones particulares y concretas de la contemporaneidad, y que evidencian cómo el capitalismo contemporáneo utiliza este tipo de desastres para dar saltos que afianzan tendencias preexistentes que le favorecen.

Entender el futuro e imaginarlo utópicamente implica, pues, ver lo que está sucediendo hoy, lo que está prevaleciendo y lo que se está manifestando como dinámica emergente en el mundo de la tecnología y su implantación en la producción; en el mundo del empleo, de su virtualización, informalización y precarización; en<, que encuentra límites objetivos a su expansión por la devastación de la naturaleza y la pérdida de capacidad de circulación ante la creciente pauperización de las grandes mayorías.

No es este el lugar para desarrollar la presentación y el análisis de todas esas tendencias y dinámicas del mundo contemporáneo, y que muchas veces pasan desapercibidas; pero solo como ejemplo piénsese en la cada vez más presente robotización de la producción, que lleva a prescindir de fuerza de trabajo humana; en la creciente utilización del trabajo remoto por medios digitales, que el confinamiento pandémico seguramente reforzará; en las propuestas, desde posiciones que se autoperciben como progresistas, de una renta global, que le permitiría al capital seguirse reproduciendo pero profundizando la vida cada vez más enajenada, y por ende menos humana, de las grandes mayorías.

Si, tal como lo pregonan quienes han formulado la teoría del capitalismo del desastre, estas coyunturas en las que el temor y el miedo posibilitan darle una vuelta más al torniquete de la explotación, deberíamos poner las barbas en remojo y apuntar, desde ya, a lo único que realmente se enfrenta y, eventualmente, detiene las arrasadoras pretensiones del capital: la organización popular, su aglutinamiento en organizaciones clasistas, claras en sus objetivos a favor de quienes no poseemos más que nuestra fuerza de trabajo, combativas y persistentes.

Es la única alternativa. Quienes crean que el capital se volverá bueno por el sufrimiento colectivo creado por la pandemia; que los días de enclaustramiento llevará a la reflexión a los grandes capitalistas a quienes no les alcanzarían un millón de vidas para gastar sus fortunas, están equivocados.

La realidad postpandémica la construiremos nosotros, organizados y combativos. Nadie más.

Rafael Cuevas Molina

Escritor, pintor, investigador y profesor universitario de origen guatelmateco con residencia en Costa Rica. Participó en el consejo de redacción de la revista de análisis político cultural Ko’eyú Latinoamericano. Actualmente es presidente de la Asociación por la Unidad de Nuestra América (AUNA-Costa Rica) y dirige la revista Con Nuestra América.

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