Entre el techo y la oración

Para algunos no queda otra cosa que persignarse cuando un huracán se aproxima, pero en Guadalupe además del cristianismo, impuesto con fuerza, existe un multicolor étnico y religioso resultado de grandes oleadas de migrantes africanos, hindúes y chinos que llegaron con dioses distintos a mediados del siglo XIX, en situación de esclavitud o de explotación.

Ante la proximidad de la catástrofe, seres supremos de distintas religiones son llamados para brindar protección, pero los guadalupeños tienen claro que no es suficiente cobijarse bajo un refugio espiritual, sobre todo cuando se avecina un huracán de categoría 5: la más alta de la escala de los metereólogos.

Cuando el viento comienza a ser más brusco y su silbido siniestro se cuela por las hendiduras de las puertas y ventanas de las casas el temor se agudiza.

Qu’est-ce qu’on fait maman? –preguntó Lucy cuando tenía sólo ocho años y el huracán Hugo (1989) golpeaba la isla con brutal fuerza. La respuesta llegó luego de que la madre llevara la mano de su frente a su pecho y la cruzara de izquierda a derecha tocando sus hombros.

Prier.

La oración funcionó para aquellas abuelas guadalupeñas de Petit Bourg, que aparecen en una novela de Daniel Maximin pidiendo por la salvación de su isla durante el paso de Hugo. El ciclón devastó la isla, pero ellas sobrevivieron al derrumbe de un árbol muy cerca de su casa.

Sin embargo, rezar es una pérdida de tiempo si antes no se tomaron las medidas pertinentes.

La población se puede encomendar a algún dios, pero más allá de ello, la mayoría de las viviendas siguen reglas anticiclónicas que si bien no tienen el poder de alejar a los vientos endemoniados le aseguran más resistencia a la estructura de las casas.

La huella de los ciclones

La historia de los huracanes que han pasado por la isla es larga, los que tienen una memoria más aguda recuerdan a Betsy, que pasó por el Caribe en 1956; le siguieron otros de gran fuerza como Edith, Helena, Cleo, Inés; y en el año 1979, David y Fréderic descargaron sus vientos sobre este pequeño territorio en forma de mariposa posado encima de Dominica.

En el imaginario del guadalupeño también está presente el ciclón de 1928, calificado por algunos autores como “el más grande desastre del siglo”. Llegó el 12 de septiembre y sorprendió a toda la isla en sus actividades cotidianas. Dejó 1.200 muertos.

Otros ciclones, más lejanos en el tiempo, han dejado huella porque han provocado giros en algunos acontecimientos de la historia de la isla, como aquel que hundió una flota de 8 mil soldados ingleses que pretendían conquistar Guadalupe hace más de tres siglos.

Pero, sin duda, Hugo es el que está más vivo hoy en la mente de los habitantes. Aunque su dramática visita fue hace casi tres décadas, es como un fantasma que resurge frecuentemente en las conversas de la gente cuando se habla de tormentas y huracanes.

Este ciclón ha dejado una cicatriz tan profunda en el alma de la isla que para ayudar sanar la herida que llevan en la memoria, varios autores han novelado la tragedia, entre ellos Daniel Maximin, en L’île et une nuit, y Maryse Condé, en Hugo, le terrible, y dentro del ámbito musical el cantante francés Thomas Fersen, compuso una pieza llamada Hugo, chanson du cyclone.

Huracán tras huracán y catástrofe tras catástrofe han hecho que la cultura del riesgo esté interiorizada en los guadalupeños, que además han padecido las consecuencias de vivir en un territorio sísmico y con un volcán activo llamado La Soufrière, que ha erupcionado varias veces y que podría revivir en cualquier momento.

“El Monstruo”

El martes 5 de septiembre de este año se encendió la alerta roja en Guadalupe, el huracán Irma de categoría 4 había aumentado su potencia a 5 y estaba aproximándose. Según las estimaciones metereológicas el ojo del ciclón pasaría a unos 150 kilómetros de la isla.

En la radio y televisión los periodistas habían rebautizado a Irma, le llamaban “el Monstruo” por las grandes dimensiones que tenía, sin embargo, los vientos y las lluvias que se hicieron sentir en Guadalupe no provocaron daños importantes.

Al norte de esta isla, el impacto fue distinto. Los residentes de San Martin, San Bartolomé y de las islas Antigua y Barbuda vivieron lo peor, el ojo del huracán pasó sobre ellos, las ráfagas de vientos golpearon lo que tenían a su paso a una velocidad de 300 kilómetros por hora. Todo fue devastado, las autoridades declararon la catástrofe natural en estos territorios.

Pero no todo había pasado, la temporada de ciclones continuaba y con apenas dos semanas de diferencia se anunció que otro huracán amenazaba las islas del Caribe. El terror ahora tenía el nombre de María y se volvieron a encender las alertas metereológicas.

El ciclón pasó rápidamente de categoría 2 a 5 y los pronosticadores no dudaban en la advertencia: María pasaría bastante cerca de Guadalupe, a menos 50 kilómetros de sus costas. El mismo lunes 18 de septiembre se supo que se acercaría más de lo estimado y estaría a sólo 25 kilómetros con vientos de hasta 250 kilómetros por hora capaces de derrumbar vallas, arrancar techos mal fijados y derribar árboles.

Basse Terre, como bautizaron al ala izquierda de esta isla-mariposa, sería la parte más afectada de todo el territorio y los vecinos habían podado los árboles que podían convertirse en amenaza si los vientos lograban desgarrar sus ramas y raíces, mientras otros protegían las ventanas de sus hogares clavando tablas sólidas en las paredes del exterior.

En los supermercados el agua embotellada se agotaba a medida que se acercaba el huracán. La población compraba pilas para sus lámparas ante el inminente apagón que se sobrevenía y para mantener la radio despierta con sus reportes periódicos sobre desarrollo del ciclón.

Las despensas de cada hogar debían estar abastecidas con alimentos no perecederos para tener que comer en los días siguientes. La población se aprovisionaba sobre todo de enlatados.

No hubo ingenuos ni extranjeros que compraran alimentos congelados, o al menos no en la pequeña comuna de Saint Claude (al sur de Basse Terre). Pero, Daniel Maximin sugiere en su novela que en la época de Hugo sí existieron y llenaban sus carritos de supermercado con comida que se derretiría en pocas horas dentro del refrigerador inutilizado.

Imaginar cómo se derrumba el mundo

Como la temporada de huracanes es larga y nunca se sabe qué tan violento será el siguiente, las casas guadalupeñas, en su mayoría, son anticiclónicas. La señora Lada, o madame Lada cómo la llaman en Guadalupe, construyó la suya en 1990, un año después que el ciclón Hugo desnudara la isla.

Frente a tres árboles de aguacate, que ofrecen sus frutos justo en la temporada de cliclones, fue levantada la vivienda donde se instalaría Lada y sus hijos. En sus ventanas y puertas se fijaron póstigos para bloquear cualquier viento amenazante y su techo de zinc lo aseguraron con innumerables tornillos para resistir vientos potentes, además fue instalado con un ángulo perfecto.

El arquitecto Julian Bruney explicaba a un semanario guadalupeño que un techo instalado con una inclinación de 22 grados resiste la fuerza de una tormenta. “Importa poco el material, si está a una altura media de 25 a 30 grados con placas onduladas y fijadas puede sobrevivir fácilmente a un huracán como Irma”.

El techo es un aspecto importante, pero además, la sabiduría popular proclama que la casa antillana jamás debe estar herméticamente cerrada. El aire fluye por las pequeñas rendijas de puertas y ventanas y esto evita, según las voces locales, que la casa explote por la presión que ejercen los vientos de un huracán que golpea con violencia.

Así estaba hecha la casa de Lada y ella estaba segura de que su casa aguantaría el paso de María. Como la suya, la mayoría de las casas de Guadalupe soportaron los vientos de más de 200 kilómetros por hora, no así algunos árboles y vallas, postes y portones.

Antes de escribir un lugar común, lo mejor es repetir una imagen de Maximin, testigo de huracanes y autor de varios libros donde habla del vertiginoso Caribe.

Es una necesidad citarlo porque después de una noche en vela escuchando los soplidos y el diluvio e imaginando cómo se derrumbaba el mundo afuera, seguramente muchos se habrán sentido, cuando la calma retorna y se abren las puertas nuevamente, cómo Noé saliendo de su arca.

En la casa de Lada cayeron varias matas de plátano y un limonero, un aguacatero se derrumbó por la fuerza del viento y los otros dos quedaron de pie pero desnudos; sus frutos fueron arrancados y lanzados lejos por el viento. Afuera, las calles volvieron a ser selva; ramas, troncos, cables, postes, placas de metal, hojas cubrieron el pavimento.

Dos días enteros les llevó a los equipos de recolección de escombros despejar caminos para que la población, que necesitara movilizarse de emergencia, lo hiciera sin tantos tropiezos.

Al parecer, en el Caribe la curiosidad es una urgencia y el 20 de septiembre, pese a las advertencias emitidas por la radio, muchos conductores circulaban en la ciudad de Basse Terre sólo para ver los daños que había sufrido su isla, o para no quedarse encerrados en una casa sin luz ni agua. Pasaría casi una semana para que se restituyera totalmente la electricidad y al menos dos para confiar plenamente en la potabilidad del agua que empezaba a salir por el grifo. Además, el huracán también perturbó las actividades del puesto de control de la Soufrière y durante varios días no se pudieron monitorear sus gases volcánicos.

Sobreponerse a la tierra arrasada

Con una voz un tanto dramática el narrador de la emisora Guadeloupe Premier anunciaba: “Catástrofe ecológica sin precedentes. Los árboles fueron arrasados por el viento demencial”. La noticia no se refería a la mariposa del Caribe, sino a la vecina Dominica, totalmente devastada. Había que reconstruir casi todo en esa isla.

La realidad no fue tan dura para Guadalupe, aunque los efectos del ciclón no se miden sólo por la resistencia de las casas. Los cultivos de caña de azúcar y de banana parecían haber sido peinados por un gran cepillo de cerdas implacables. La pérdida para los bananeros fue del 100% y deberán esperar 10 meses para poner sus productos de nuevo en el mercado.

Para agudizar la tragedia, se agotaban las esperanzas de compensación tras saberse que para la mayoría no estaba asegurada una indemnización por los daños porque el gobierno francés, con su despacho a 6.700 kilómetros de la isla, había considerado circunscribir la “Catástrofe Natural” no a todas las zonas afectadas por la fuerza de los vientos sino sólo al par de comunas de Les Saintes, dos pequeños islotes guadalupeños de apenas 12 kilómetros cuadrados.

Una vendedora de alimentos en la pequeña comuna de Saint Claude no pudo contener su frustración: “Ahora dicen que no hubo catástrofe en la isla, ¿acaso no han visto cómo quedó Capesterre-Belle-Eau y el sur de Basse-Terre?”, reclamó refiriéndose a territorios afectados y olvidados en el decreto oficial. Era una queja similar a la que hicieron sentir los diputados guadalupeños y el presidente del Consejo Regional de Guadalupe.

En mercados populares habían advertido la escasez de frutas guadalupeñas y de las que se importan de la golpeada Dominica, uno de los principales proveedores. La ausencia ya se empezaba a notar, ahora los pocos plátanos que se exhiben son mínimos y muchos vegetales no reaparecerán hasta dentro de unos meses.

Uno productor de Basse-Terre reportó que también fue afectada la producción de café y chayotas y los invernaderos de tomates y lechugas mientras que algunos pescadores sacan sus redes vacías porque las marejadas que provocó María alejaron los peces y destruyeron sus instrumentos de trabajo.

Entre los más afectados por la catástrofe estuvieron los pequeños pescadores que calculan numerosas pérdidas de material esencial para la pesca justo ahora cuando entraban en una temporada fuerte del año.

Un diario local reproduce el malestar de Freddy Nébor, un joven pescador de Pointe-à-Pitre. Sus redes tienen días recogiendo sólo piedras de las aguas agitadas por el huracán, además se piensa invisible ante el gobierno francés por su condición de trabajador artesanal.

Esperar algún milagro que multiplique el pan y los peces puede sacrificar un tiempo valioso, en su lugar el joven opta por recomenzar: “Habrá que reparar las redes y empezar de nuevo”.

Persignarse puede ser la opción para algunos, a muchos les servirá rezar a su dios para recobrar fuerzas. Para otros como este pescador la solución es una sola: sobreponerse a la tierra arrasada y al mar revuelto.

Antonio Barrios

Periodista venezolano. Trabajó casi 10 años en la actual Agencia Venezolana de Noticias y ha colaborado en distintas revistas, entre ellas Memorias de Venezuela, La Revuelta y Poder Vivir. Ha escrito crónicas y artículos para los semanarios culturales Todos Adentro y Épale CCS. Su crónica sobre un hombre en situación de calle que deviene en cineasta fue publicada en el libro Pulso y alma de la crónica en Venezuela, de la Fundación Bigott (2013) y también en la edición del 2014, pero sin los cambios erróneos que el editor hizo al texto original. En 2013 recibió el Premio Nacional de Periodismo de Venezuela en la categoría de Periodismo Informativo en Internet.

2 thoughts on “Entre el techo y la oración

  • 22 noviembre, 2017 at 4:27 pm
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    Maravilloso trabajo!

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  • 1 diciembre, 2017 at 3:35 pm
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    Muy buen artículo. Terrible la situación en Guadalupe y las islas vecinas. ¡Sobreponerse a la tierra arrasada y al mar revuelto!

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