La visión bibilioteconómica del mundo

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Jorge Luis Borges, «Poema de los dones»


Hay diversas maneras de ver el mundo y de contar su historia. Algunas se excluyen mutuamente, otras se ignoran y unas cuantas se complementan; pero, por un motivo u otro, todas merecen ser conocidas. Una de ellas es la que podríamos llamar la visión biblioteconómica del mundo (VBM), según la cual el libro es la culminación de un proceso evolutivo que comienza con la materia inanimada, se inflama con la vida y se ilumina con la consciencia. Y la luz de la consciencia se condensa en la palabra (la carne se hace verbo), que a su vez cristaliza en la escritura.

El libro sería, por tanto, epítome y emblema de la consciencia y de su continuidad. Poco importa, a efectos teóricos (aunque mucho a efectos prácticos), que el soporte de la escritura sea la piedra, el papel o el silicio (otra vez la piedra): un hilo de palabras salvadas de su volatilidad originaria sería, según la VBM, el máximo logro de la consciencia y, por ende, del universo.

Por consiguiente, una manera de dar curso a las veleidades teleológicas de la mente humana es imaginar que el objeto último de la evolución es la consecución de una biblioteca definitiva (es decir, inaugural). Una —la— Biblioteca con mayúscula, plena, completa, en un sentido no meramente acumulativo, sino orgánico, de la completitud.

En el marco de esta VBM, el ser humano —sin menoscabo de otras funciones, valores o sentidos— puede considerarse el lugar de encuentro de los libros, su ágora y su palestra: en él se despliegan y se confrontan, compiten y se aparean, y en algunos casos logran reproducirse, empujando a su huésped a escribir un nuevo libro. En algunos casos o en todos, a poco que ampliemos el concepto de libro, pues todo ser humano es —aunque no solo eso— un libro electrónico, un ebook alojado en el disco blando del cerebro. Y en el caso del Homo legens (y todos leemos continuamente, a poco que ampliemos el concepto de lectura), ese liberántropo crece al amor de otros libros, lucha y se funde con ellos. El esse est percipi aut percipere de Berkeley se resuelve en «ser es leer y ser leído».

La biblioteca total

«El Universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales». Así comienza «La biblioteca de Babel», un cuento de Jorge Luis Borges inspirado en «La biblioteca universal», de Kurd Lasswitz.

De «La biblioteca de Babel» cabe destacar la identificación del universo con la biblioteca (posteriormente, en uno de sus poemas más famosos, el «Poema de los dones», Borges daría un paso más —un salto cualitativo— e identificaría la biblioteca con el paraíso). Pero ese arranque prometedor no conduce a una VBM propiamente dicha: como a menudo ocurre con los cuentos de Borges, «La biblioteca de Babel» se agota en el planteamiento, y las divagaciones del desarrollo poco añaden al sugerente inicio.

En cualquier caso, es interesante asomarse, conteniendo la respiración y el vértigo, a los monstruosos números que se desprenden tanto del relato de Lasswitz como del de Borges.

La biblioteca universal de Lasswitz se compone de volúmenes de 500 páginas con 40 líneas por página y 50 caracteres por línea, o sea, un millón de caracteres en total, y están escritos con un repertorio tipográfico de 100 signos, entre letras, cifras, símbolos y signos de puntuación (sin olvidar el espacio, el imprescindible cero de la escritura). Y puesto que para cada uno de los caracteres hay 100 posibilidades distintas y cada volumen contiene un millón de caracteres, el número de combinaciones —variaciones con repetición, en la jerga matemática— es 100 elevado a la potencia un millón, o sea, un uno seguido de dos millones de ceros. Si quisiéramos escribir ese número monstruoso en una larguísima tira de papel, tardaríamos varias semanas y tendría unos tres kilómetros de longitud.

«La biblioteca universal» es algo menor: sus tomos tienen 410 páginas cada uno, con 40 renglones en cada página y 80 caracteres por renglón: un total de 1 312 000 caracteres por tomo. Pero los signos utilizados no son 100, como en el caso anterior, sino solo 25: 22 letras más el punto, la coma y el espacio; por lo tanto, el número de posibles libros distintos será 25 elevado a la potencia 1 312 000. Aun siendo inconcebiblemente grande, la biblioteca de Babel es unas cien mil veces menor que la biblioteca universal de Lasswitz.

Obviamente, la inmensa mayoría de los libros de estas bibliotecas totales no tendrían ningún sentido. Si los colocáramos por orden creciente de complejidad, el primer libro sería literalmente un álbum, pues tendría todas las páginas en blanco, y el primer millón de libros siguientes solo contendrían la letra a, en todos los lugares posibles. Si nos centramos en los libros con sentido, el cálculo se complica en la misma medida en que se reduce el número, dada la dificultad —por no decir la imposibilidad— de determinar qué es un libro «con sentido». Aun así, se puede intentar una aproximación teórica a la desmesurada y elusiva tarea de construir una biblioteca universal significativa; una primera aproximación cuantitativa que, aunque burda, nos permita hacernos una idea de su orden de magnitud.  Y en este caso tal vez convenga comenzar por el final: los monumentales liberántropos, las biografías exhaustivas de todos los seres humanos que en el mundo han sido.

Toda vida humana es —aunque no solo eso— un flujo casi continuo de palabras y acciones describibles mediante palabras, y aunque la mayoría de esas palabras nunca son escritas y ni siquiera son objeto de una elaboración consciente (no son dichas ni «pensadas» en el sentido fuerte del término), de alguna manera configuran un libro, un enorme borrador grabado en circuitos neuronales propios y ajenos. Por lo tanto, todas las vidas que a lo largo de la historia han alcanzado el umbral del verbo merecen estar en nuestra enciclopedia biográfica universal, desde las más breves hasta las más largas, que, al escribirlas, llenarían unos cuarenta mil volúmenes de unas trescientas páginas en el caso de los centenarios (puesto que se tarda unos cinco minutos en leer una página estándar y, por tanto, en cada página se consignarían unos cinco minutos de vida, o sea, un día por volumen).

Teniendo en cuenta que hasta ahora han existido unos cien mil millones de humanos parlantes (valga el pleonasmo, puesto que humanidad y lenguaje son inseparables), a una media de diez mil volúmenes por vida, la enciclopedia biográfica universal contendría unos mil billones de volúmenes. Una estantería de diez niveles que los contuviera todos llegaría hasta los confines del sistema solar. En el límite, la enciclopedia biográfica universal coincidiría con la biblioteca definitiva (es decir, inaugural), pues las exhaustivas biografías incluirían todas las obras y experiencias de los biografiados, o sea, todo el saber humano. Así, en los veinte mil volúmenes dedicados a los cincuenta y dos años de vida de Shakespeare estarían contenidas sus obras completas, acompañadas, además, de todos sus borradores y todas las reflexiones asociadas a los procesos creativos del autor.

Solo hemos podido escribir una mínima e insegura parte de la biografía de Shakespeare; pero estamos cerca de poder registrar exhaustivamente el decurso de las vidas humanas. Cada vez más datos de nuestra actividad cotidiana son capturados, procesados y almacenados con o sin nuestro conocimiento, con o sin nuestro permiso, y tanto la ciencia ficción más audaz como la futurología más prudente han especulado sobre la posibilidad de un registro total de la información, en un mundo sin privacidad y sin olvido.


Continúa en los siguientes artículos de Carlo Frabetti

Carlo Frabetti

Escritor. Prologó la selección que publicó la editorial Bruguera de los relatos de la revista estadounidense The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Es autor de El libro inferno (2002), Los jardines cifrados (1998) y El gran juego (1998), con el que obtuvo el Premio Jaén de Literatura Infantil.

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