El pedacito de diente

Desde hace tres meses, para trasladarme a mi trabajo no cuento con los habituales autobuses.

Me tocó levantar una ¿casa? en una comunidad a orillas de la ¿autopista?, donde a diario se atropella a alguna mascota del barrio y varias veces al año arollan a alguna persona.

En la orilla de la autopista solían detenerse autobuses que interrumpían su ruta para trasladar a las más de 30 comunidades que habitamos en la vía principal de la ¿ciudad?

Como les decía, hace tres meses que no hay buses, ahora hay camiones. No sé qué es lo más difícil de subirme a ese sofisticado medio de transporte, si los mil quinientos bolívares que cuesta o mi maltrecha rodilla que ha soportado tres operaciones desde que me dieron aquel disparo.

Ayer el camión estaba cobrando dos mil bolívares. Es decir, pagar el puesto me descompletaba el pasaje de regreso y no se consigue dinero en efectivo. Además, el maltrato de los camioneros es bárbaro, hasta te insultan. Ayer no desayuné porque me quedé dormido, tampoco llevaba almuerzo al trabajo. En mi cuenta bancaria quedan 14 mil 312 bolívares.

Lo cierto es que cuando me fui a bajar del camión, el conductor arrancó bruscamente antes de terminar mi descenso y la rodilla lloró. Yo también. Cuando levanté la cara para reclamar el camión se estaba alejando.

Iba tarde al trabajo, con mucho dolor y mucha hambre. El analgésico más barato cuesta 84 mil bolívares, así que varios minutos después, preferí comer. Entré a la panadería que está justo en la entrada de la urbanización donde trabajo, extrañamente había pan y estaba vacía.

Pregunté: ¿A cuánto el pan canilla? a lo que me contestó el obstinado, detestable y despreciable empleado: 10 mil cada uno, es pan campesino. Supongo que era un pan campesino desnutrido. Con ganas de quebrar todo a mi paso, respiré profundo y me calmé: «dame uno, por favor». El empleado agarra la bolsa y se voltea a buscar el pan. El portugués dueño de la panadería estaba sentado en una poltrona frente a la caja registradora mirando idiotizado y sonriente un televisor. Con la cara roja que tienen algunos hipertensos.

Saqué mi tarjeta de débito. Cuando el empleado se acerca con el pan, me pregunta «¿algo más?» a lo que, obviamente contesté que no.

El empleado me dijo: «Entonces tiene que pagar en efectivo si va a llevar sólo el pan».

Impresionado, le pregunté «¿cómo?», como si no hubiese escuchado. No lo podía creer.

Me dijo de modo muy altanero “QUE SI LLEVA SOLAMENTE PAN ES EN EFECTIVO, ACEPTAMOS TARJETA SI LLEVA OTRA COSA”.

La rodilla me palpitaba, el corazón latía más duro, las sienes se me hincharon, pero me volví a calmar.

Y casi en un ruego le dije: “Hermano, ¿no me puedes vender el pan con mi tarjeta? Tengo hambre y no tengo efectivo ni para regresarme a casa”.

El empleado hizo un gesto de fastidio, y me gritó “Son órdenes del jefe” y señaló al portugués con sus labios.

A todas estas, el idiotizado portugués seguía sonriente viendo la TV, para él, nada ocurría fuera de esa pantalla. 

Me acerqué un poco y le dije: 

(Yo) – Saludos señor. Disculpe, ¿podría cobrarme un pan con la tarjeta de débito? No consigo efectivo»

(Portu) – Tiene que llevar algo mais para pagar con tarjeta, pan solo efectivo.

… y siguió mirando su televisor.

(Yo) – Pero usted podría hacer la exc….

(Portu) – ¿ES USTED SORDO O BRUTO? ¡¡¡E FEC TI VO!!

Entré a la zona llamada «SI NO ES EMPLEADO NO PASE» y agarré al portugués por la cabeza y le hundí los dientes contra los botones de la caja registradora, una, dos, tres veces, con toda la fuerza que mi brazo derecho de exalbañil aun conserva. 

Levanté la cara y venía el empleado, le dije: «SI TE ACERCAS TE VOLVERÉ MIERDA, MALDITO JALABOLAS». Se quedó quieto y afloró el cobarde que siempre ha sido.

Miré hacia la nevera de la charcutería y allí estaba, brillante, sobre el mostrador, un cuchillo grande. 

Le metí la cara al portugués contra la caja registradora cuatro veces más, intentaba gritar, pero a cada intento de insulto lo volvía a hundir contra la simbólica representación de su dinero en efectivo. Tomé lo necesario para completar mi pasaje y miré en el piso un pedacito de diente made in Portugal. Me lo llevé de recuerdo.

No me vayan a echar paja, les cuento que soy Francisco Peña, tengo 53 años y soy vigilante de una urbanización.

Ayer, cuando por fín llegué a mi puesto de trabajo con mi pan ensangrentado, el compañero de guardia me preguntó qué había pasado. 

Allí fue cuando supe que el portu es también dueño de la empresa de seguridad para la cual trabajo y miembro de la directiva de la asociación de vecinos de la urbanización que es la que contrata a la empresa de seguridad. Su hijo es comisario de la policía.

¿Será que me pagan la liquidación? Acepto transferencias.

Willey Peñuela

Licenciado en Educación Mención Lengua y Literatura,Fue director del Diario Ciudad Valencia y es corresponsal de la Agencia Xinhua.

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